lunes, 15 de junio de 2009

La mirada de la Madre

Han pasado tantos años desde que te incorporaste por primera vez en mi memoria...; quizás, cuando me enseñaste a caminar, a coordinar mis pasos por vez primera sobre la tierra se dibujaran en mí imágenes apenas perceptibles, sin perfiles definidos, que no alcanzo a reconocer en su dimensión y morfología precisa; y mira que mi memoria se ha esforzado en recordarlas; pero a pesar de tanta aplicación en el intento, sólo logro distinguir EI Valle en el que nací contemplado desde el cerro que lo domina, una gélida niebla violeta recubriéndolo por todas partes, y en el centro de esa perspectiva borrosa, un cuerpo amorfo con unos ojos inmensos de mirada misteriosa.

Necesito matizar que este cuadro fantasmagórico fijado desde las alturas, lo recordé a menudo como surgido de una realidad a secas, aunque en ocasiones dude si algún sueño provocado por estímulo externo de ubicación ignota sea su verdadera procedencia, y que más tarde, empujado por mi imaginación (avasalladora insaciable y permanente de todas mis percepciones), terminara interpretándolo de la forma como lo estoy haciendo.

En cualquier caso, sea cual fuere la explicación que intente darle a tal acontecimiento, te recuerdo, madre, como una incorporación progresiva de tus rasgos, de tu forma de ser, de tu querencia; pero sobre todo de la universalidad de tu figura, la forma esbelta de tu cuerpo, armonizada, precisa, coherente; de tu caminar y laboreo en el campo, por la tierra, en la huerta.
No eras como las demás, como las madres de otros niños compañeros de escuela y de juegos.

Hubo siempre en ti, como un arrepentimiento, como un perdón constante y permanente para posicionarte y proyectarte en los demás, como una distinción a la baja, con esa cabeza inclinada hacia el suelo con frecuencia, humillando tu imagen corpórea desde la exageración. Pero sobre todo, madre, lo que más recuerdo de ti son los ojos, con esa mirada misteriosa como de una pena oculta venida de no sé dónde y que nunca he logrado descifrar su enigma, su autenticidad exclusiva de leyenda.

Desde mis peldaños de niño he ido subiendo las escaleras de la vida, y a ti te ha ido comiendo la vejez, cambiando, haciéndote a tu manera y a la que la vida te ha permitido; pero esos ojos grandes de mirada empapada en la niebla, en la noche negra, en la plenitud de las sombras, no ha desaparecido ni un solo momento de ti.

Y ahora ya, madre, tienes 95 años y andas por la casa con los nietos.

Bueno, yo más diría que en lugar de caminar te arrastras, te deslizas torpemente, adocenadamente por los pasillos, encogiéndote sumisa para no molestar, haciéndote espacio para permitir el paso, o asiento para no ocupar lugar, porque te domina la obsesión de que estorbas. Parece como si desearas hacerte ala, no para volar, sino para acuclillarte como una paloma que arrulla a sus pichones.

Cuando te muestras recluida en el sillón y me asomo con el amor vivo a verte, tanto te encoges que pareces un ovillo: inexplicable saber qué haces con tus huesos para conseguirlo, y todo esto, -lo físico-, contrasta con una inteligencia intacta, ávida, y con una memoria que no ha perdido ni un solo recuerdo de todo lo vivido por ti.

Yaces por todas las partes de la casa desparramando amor desde el silencio más inhumano. Pero yaces deseando no ocupar geografía, espacio, por tu idea obsesiva de que molestas.

Apenas si dices más palabras que las justas, aunque el límite de las mismas no lo tengas excesivamente claro; no porque dudes de su integridad y solvencia; en absoluto; sino por ese comedimiento excesivo que te inhibe pronunciarte más allá de lo que no sea un reclamo para con tus nietos. En esto tu lucidez y mesura desborda todas las emociones que has ido acumulando a lo largo de la vida: "niño mío, déjate que te bese, que acaricie tu piel de Iisa luna, tu pelo negro como el de tu padre. Pero qué delgado estás; si no tienes más que huesos. Y no será porque te falte comida, que no es época de hambruna, sino por tu mimo, que no hace tu padre otra cosa que comprarte golosinas. Hambre, hambre es lo que tú necesitas y sol de la misma tierra sembrada con la mano. Si te pondrás enfermo; ya verás, ya; y te tendrán que Ilevar a un Sanatorio de esos en los que se Iimpia el aire". Y vuelves a tu reclusión, a tu intento constante por desaparecer, al vado para perderte. Sí; desearías ser inexistencia para no ocupar espacio porque te interpretas obsesivamente como una provocación para con los que vives, y no te consientes permitida para que sintamos como una persona a nuestro lado, parece como si quisieras adherirte a la pared como un cuadro, o tal vez una cortina, y si me apuras pintura que forma cuerpo con el muro.

Te miro madre desde la sorpresa, para que no me descubras y pueda contemplarte con los ojos de mi corazón y los latidos de mi alma. Sí; te observo desde una de esas ausencias en las que contemplas con agrado el serial televisivo, embebida en las imágenes que se estampan ante ti; y te identifico como siempre porque carezco de esa capacidad de penetración visual para detenerme a observar las honduras de tu ser, el duelo de tu sangre como recurso más hondo en permanente movimiento. Casi negra debe de haberse tiznado su color rojo de vida, de exageración existencial, de laboreo intransigente para sacarnos adelante; ese rojo, sí, que conceptúa la intensidad de lo vivido, hasta que abandonada la madurez avanzada, han ido haciendo acto de presencia, esas huellas en tu rostro, ese rastrojo inventariado en los surcos de tu piel acartonada, premonición, augurio, de una degradación biológica imparable a la que nadie escapa.

Pero no es el caso madre para tu ternura, que parece que en ella no se hubiera detenido el tiempo, desbordando todo cálculo de probabilidad.

Y si bien es cierto que todo lo observado sería suficiente para definirte como algo especial, son tus ojos los que se desbordan mas allá de cualquier frontera por muy alejada que esté; -es necesario que insista en ello-; es tu mirada la que ha permanecido cosida al tiempo inalterable; idéntica a la que fijé en la primera memoria de mi infancia, con ese halo de sumisión y de misterio que me ha asustado alguna vez porque -aún, a estas alturas de mi vida-, no he logrado desenmascararlo.

Y a pesar de las reservas que siempre me ha procurado esa manera tan tuya de mirar, o de ausentarte mirando, la interpreto como un aviso de que mi recuerdo de ti permanece tan intacto como antaño; y que lo otro, el encogimiento de tu cuerpo, ese cifótico apelotonamiento corporal de refugio en lo inexistente, aunque me duela y no me gustaría asumirlo, tengo la percepción de que no me va a quedar otro remedio, aplicándome en ello por amor.

Cuando preguntas desde la excepcionalidad, deseas pronunciar alguna palabra desde tu mudez habitual, parece como si desearas hacerlo a ras de suelo, aunque tu peculiar mirada se dirija hacia lo alto. Y te tiembla la voz como a los con miedo, casi sollozando.

Y yo voy y me coloco frete a ella y escucho sus palabras de ternura, -idénticas a las que me trae la memoria de mi infancia- y me percibo seducido por la emoción al no encontrar diferencias en su agudeza y tonalidad. Y entonces voy y me siento niño, y ella se anima, y yo Ie tiro de la lengua y cuenta, dice cosas de un entonces muy señalado por los años que yo también recuerdo. Y de pronto va y se calla, no porque se Ie pierda la cabeza, que no; o se Ie enturbie la inteligencia, sino porque cree que me está robando el tiempo, "tienes tantas cosas que hacer, hijo mío".

Y entonces calla de nuevo, y se retrae, se encoge, se amuralla, se encarcela, pero sus ojos permanecen invariables, con esa mirada perturbadora de siempre; exacta a la que hace acto de presencia en alguno de mis sueños, o a la que se almacena en mi imaginación y que, cuando decide salir y me desborda, se expresa con el mismo significado de siempre, como un residuo de pena escondido tras su infancia y que nunca se ha decidido, o no ha tenido fuerzas, o por temor no ha querido contar.

- Déjame, hijo, déjame. No pierdas tu tiempo con una pobre vieja.
Y entonces soy yo el que transcendido por su mirada en la mía, revolcado por ella, y por sus meditaciones expresadas en voz alta, la levanto de la silla y Ie digo: "no madre eso no".
Y la cojo de la mana y la paseo, como cuando ella me la cogía a mí y me paseaba a mí. Y la dejo en el sillón para que vea la televisión y se distraiga.
- Eso no madre, eso no; Ie vuelvo a repetir.
Y me acerco a la ventana y miro hacia la calle, y cuando me veo reflejado en el espejo del cristal, solo distingo una cara sin nombre y sin datos, y una mirada exactamente igual a la de ella, a esos ojos con el perfil sumiso y humillado que esconden un misterio desde tiempos arcaicos y que un golpe de aire los hace desaparecer.
Antonio López Alonso

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